domingo, 7 de febrero de 2016

Un hombre enfundado de Antón Chéjov

Chéjov, gran maestro del cuento, nos ha legado páginas inolvidables. Las historias que nos cuenta parten de la dura y triste realidad que conoció en el ejercicio de su profesión como médico: los campesinos rusos, mujiks embrutecidos, funcionarios, mujeres o niños desvalidos..., una extensa y "abigarrada" galería de seres mediocres, fruto de la sociedad anterior a la revolución. El autor supo transmitir de un modo tenue su humanidad más pura, por medio de la palabra exacta y la brevedad que elogiaba. Son inolvidables personajes como Aniuta, Vanka,,, Hoy hemos elegido a Belikov, el solitario profesor de griego. Su modelo educativo nos deja qué pensar:

Fragmentos de "Un hombre enfundado" (selección) El relato se enmarca en una conversación entre el veterinario Iván Ivanóvich y el maestro de escuela Burkin:

"- No tiene nada de extraño -dijo Burkin-. Hay entre nosotros mucha gente que ama la soledad y que se complace en permanecer siempre en su concha, como los caracoles. Acaso se trate de un atavismo, de un retorno a la época en que nuestros ascendientes aún no eran animales sociables y vivían aislados en sus cavernas. Quizás sea ésa una de tantas variedades de la naturaleza humana. ¡Quién sabe! Yo no me dedico al estudio de las Ciencias Naturales, y no tengo la pretensión de resolver tales problemas. Quiero decir tan sólo que hay mucha gente como esa pobre Mavra. Hará unos dos meses murió en la ciudad un tal Belikov, compañero mío de profesorado en el Liceo, donde explicaba griego. Habrá usted oído hablar de él. Llegó a adquirir, por sus costumbres, cierta celebridad. Siempre, aunque hiciera un tiempo espléndido, llevaba chanclos, paraguas y un abrigo con forro de algodón. Se diría que todas sus cosas estaban enfundadas: cubría su paraguas una funda gris, llevaba el cortaplumas en un estuchito, hasta su rostro, que ocultaba casi por entero el cuello de su abrigo, parecía enfundado también. Llevaba siempre gafas ahumadas, chaleco de franela y unos tapones de algodón en los oídos. Cuando tomaba un coche hacía al cochero levantar la capota. En fin, procuraba siempre envolverse en algo que le ocultase, meterse, por decirlo así, en una funda, para aislarse, separarse del mundo entero, defenderse de las influencias exteriores. Era esto en él una tendencia apasionada, irresistible. La vida real lo irritaba, lo asustaba, le inspiraba una angustia constante. Quizás para justificar este odio, este miedo a cuanto lo rodeaba, siempre estaba haciéndose lenguas de las excelencias del pasado, encomiando las cosas que no existían en realidad. El griego que explicaba era para él también como unos chanclos o un paraguas con que se defendía de la vida real. «¡Qué sonora, qué melodiosa es la lengua griega!» -decía con voz suave.
[...]
Belikov procuraba enfundar asimismo su pensamiento. Lo único comprensible y claro para él eran las circulares gubernativas en que se prohibía algo y los artículos periodísticos en que se aplaudían las prohibiciones. Cuando una circular prohibía a los colegiales salir a la calle después de las nueve de la noche o cuando un artículo periodístico tronaba contra la ligereza de las costumbres, la cosa para él era clara, indiscutible: ¡Está prohibido, y se acabó! Pero cuando leía que se autorizaba esto o lo otro, veía en ello algo sospecho y extraño. Si las autoridades de la ciudad concedían autorización para abrir un círculo de artistas-aficionados, una biblioteca, un «club», sacudía tristemente la cabeza y decía:
- Claro, todo eso está muy bien; pero... temo las consecuencias.
Toda infracción de las reglas establecidas; toda desviación del camino trazado por las circulares, lo ponían triste y perplejo, aunque se tratase de asuntos en los que él no tuviese para qué inmiscuirse. Si alguno de sus colegas llegaba con retraso a misa o no se conducía en absoluta conformidad con las reglas establecidas; si alguna profesora se paseaba de noche en compañía de un joven, Belikov parecía presa de profunda angustia y le decía a todo el mundo, con trágico acento, que aquello acabaría mal. En los consejos pedagógicos aburría a sus colegas con sus interminables temores y aprensiones, con su prudencia exagerada, con sus lamentaciones acerca de la juventad escolar, que, según él, se conducía muy mal, hacía demasiado ruido.
- Eso puede tener consecuencias enojosas -decía lleno de espanto-. Si las autoridades se enteran de la mala conducta de los colegiales..., ¿comprenden ustedes?... Acaso conviniera expulsar del colegio a Petrov y a Egorov, para que no contaminasen con su mal ejemplo a los demás...
Parecerá inverosímil; pero sus suspiros constantes, sus lamentaciones, sus gafas oscuras sobre el rostro menudo y pálido de animalejo espantado ejercían una influencia deprimente en sus colegas, que acababan por dejarse convencer: se castigaba a Petrov y a Egorov, y, a la postre, se los expulsaba.
Belikov visitaba con frecuencia a sus colegas. Llegaba, se sentaba y, sin decir palabra, miraba alrededor como buscando algo sospechoso. Permanecía así una o dos horas, y se iba. A aquello lo llamaba «mantener buenas relaciones con sus compañeros». Se advertía que tales visitas le desagradaban; pero las consideraba un deber. Sus colegas le tenían miedo. Hasta el director del colegio se lo tenía. La mayoría de los profesores eran personas inteligentes, honorables, de ideas progresivas, de espíritu cultivado por la lectura de los mejores escritores, y, sin embargo, aunque parezca absurdo, aquel hombrecillo, que siempre llevaba chanclos y paraguas, ejercía un gran influjo sobre ellos, y durante quince años fue el amo absoluto del colegio. ¡Y no solo del colegio, de toda la ciudad! Las señoras no se atrevían a celebrar en su casa funciones teatrales las vísperas de fiesta, por temor a Belikov; los curas no se atrevían a jugar a la baraja delante de él. Bajo su influjo, los habitantes de la ciudad no se atrevían a nada. Todo les daba miedo. Les daba miedo hablar en voz alta, escribir cartas, trabar nuevas relaciones, leer libros, socorrer a los pobres, enseñarles las primeras letras a los analfabetos.
 [...]
- Sí, todos éramos personas instruidas, inteligentes, que habíamos leído a Turguenef, a Tolstoi, a Bucles, etc., y, sin embargo, nos inclinábamos ante Belikov. Hay cosas extrañas... Vivía en la misma casa que yo y en el mismo piso. Nos veíamos con frecuencia, y yo conocía su vida íntima. En su casa se mantenía igualmente fiel a sus costumbres. Vestía siempre una bata y se tocaba con un gorro. No abría nunca los postigos de las ventanas, y tenía las puertas cerradas con innumerables cerrojos. Y él mismo sometíase a restricciones, a prohibiciones, temeroso de consecuencias enojosas. Los días de ayuno no comía nada de lo prohibido por la Iglesia y se contentaba con pescado; no tenía criada, por temor a que le achacasen relaciones íntimas con ella; un viejo sesentón, borracho y tímido, le guisaba y le hacía todos los servicios domésticos. Se llamaba Afanasy. Solía permanecer horas y horas a la puerta de la habitación de Belikov cruzadas las manos sobre el pecho y murmurando cosas como la siguiente:
- ¡Dios mío, cuánta gente sospechosa hay!
Y al decir esto lanzaba un gran suspiro.
La alcoba de Belikov era pequeñísima, y el profesor parecía en ella guardado en una caja. Cuando se acostaba tapábase hasta la cabeza con la sábana. Hacía calor; silbaba fuera el viento; se oía en la cocina gruñir y suspirar a Afanasy. Y Belikov, bajo la sábana, tenía miedo. Tenía miedo de Afanasy, a quien se le podía ocurrir la idea de matarle; tenía miedo de los ladrones. Toda la noche lo atormentaban pesadillas. Por la mañana llegaba al colegio, sombrío y pálido. El colegio, con sus centenares de alumnos y sus numerosos profesores, le daba miedo: hubiera preferido continuar solo, encerrado en su concha.
- ¡Dios mío, qué ruido! -decía para justificar su mal humor-. ¡Esto es abominable!
Cosa asombrosa, inverosímil: ¡aquel hombre enfundado estuvo una vez a punto de casarse!
Burkin hizo una nueva pausa, se envolvió en una nube de humo y prosiguió:
- ¡Sí, como lo oye usted, a punto de casarse!" 
     Y sigue el relato de su historia.

lunes, 14 de diciembre de 2015

"LOS VIAJES DE GULLIVER de JONATHAN SWIFT

   Esta novela de Jonathan Swuift ha sido leída como una novela infantil, pero en ella subyace una cruda visión de la sociedad de su tiempo y del hombre que pasa por muy variados temas: desde consideraciones más trascendentales como las ideas de justicia o filosofía, pasando por la economía, la política, la vida doméstica, la estrategia militar, la salud,...hasta llegar a la propia idea de creación, desde una mentalidad ilustrada, crítica y muy lúcida, que encuentra en los viajes y en la narración en primera persona un modo de mostrar la realidad. El ideal que la razón descubre obliga a Swift a extremar su fe en el ser humano. Su propio final, abandonado a la locura, es testimonio de su lucha interior y de las contradicciones que le tocó vivir.
            Audiolibro, presentado por Mario Vargas Llosa:

https://www.youtube.com/watch?v=YRa5jqYp7Yc (consultada por última vez diciembre 11, 2015)   

Parte IV - Capítulo III
Aplicación del autor para aprender el idioma. -El houyhnhnm su amo le ayuda a enseñarle. -Cómo es el lenguaje. -Varios houyhnhnms de calidad acuden, movidos por la curiosidad, a ver al autor. -Éste hace a su amo un corto relato de su viaje.
Mi principal tarea consistía en aprender el idioma, que mi amo -pues así le llamaré de aquí en adelante y sus hijos y todos los criados de la casa tenían gran interés en enseñarme, pues consideraban un prodigio que una bestia descubriese tales disposiciones de criatura racional. Yo apuntaba a las cosas y preguntaba los nombres, que escribía en mi libro de notas cuando estaba solo, y corregía mi mal acento pidiendo a los de la familia que los pronunciasen a menudo. En esta ocupación se mostraba siempre solícito conmigo un potro alazán perteneciente a la categoría de los más humildes criados.


Pronuncian, al hablar, con la nariz y con la garganta, y su lenguaje se parece más al alto holandés oalemán que a ningún otro de los europeos que conozco, aunque es mucho más gracioso y expresivo. El emperador Carlos V hizo casi la misma observación cuando dijo que si tuviese que hablar a su caballo lo haría en alto holandés. La curiosidad y la impaciencia de mi amo eran tales, que dedicaba muchas de sus horas de ocio a instruirme. Estaba convencido, según más tarde me dijo, de que yo era un yahoo; pero mi facilidad de aprender, mi cortesía y mi limpieza le asombraban, como cualidades opuestas por entero a la condición de aquellos animales. Mis ropas le sumían en la mayor perplejidad, y muchas veces se preguntaba a sí mismo si serían parte de mi cuerpo; mas yo no me las quitaba nunca hasta que la familia se había dormido y me las ponía antes de que se despertase por la mañana. Mi amo tenía vehementes deseos de saber de dónde procedía yo, cómo había adquirido aquellas apariencias de razón que descubría en todas mis acciones, y, en fin, de oir mi historia de mis propios labios, lo que él esperaba que podría hacer pronto, gracias a mis grandes progresos en la pronunciación de sus palabras y frases. Para ayudar a mi memoria, buscaba la equivalencia de lo que aprendía en el alfabeto inglés y escribía las palabras con sus traducciones.

miércoles, 8 de julio de 2015

"Cinco horas con Mario" de Miguel Dellibes

       Hoy puede resultar trasnochado el código de reproches con que la mujer de Mario se desahoga en el velatorio del marido. Ahí, de cuerpo presente, la vemos despotricar en su contra. A pesar de lo que pudiera parecer a simple vista acabamos por simpatizar con el finado, aun en simple contradicción con el mínimo reconocimiento de género (como mujer, en mi caso, tuve que ponerme de parte de Mario).  Miguel Delibes supo por medio de este largo monólogo mostrarnos la frívola mentalidad de una clase media con estrechos intereses. A todo ello hay que añadir que pudimos disfrutar (con la generación de la transición) de una espléndida Lola Herrera en el papel de airada viuda. De muestra, un botón:

     "En teniendo con qué alimentarnos y con qué cubrirnos, estemos con eso contentos. Los que quieren enriquecerse caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y perniciosas que hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de todos los males es la avaricia, y por eso mismo me será muy difícil perdonarte, cariño, por mil años que viva, el que me quitases el capricho de un coche. Comprendo que a poco de casarnos eso era un lujo, pero hoy un Seiscientos lo tiene todo el mundo, Mario, hasta las porteras si me apuras, que a la vista está. Nunca lo entenderás, pero a una mujer, no sé como decirte, le humilla que todas sus amigas vayan en coche y ella a patita, que, te digo mi verdad, pero cada vez que Esther o Valentina o el mismo Crescente, el ultramarinero, me hablaban de su excursión del domingo me enfermaba, palabra. Aunque me esté mal decirlo, tú has tenido la suerte de dar con una mujer de su casa, una mujer que de dos saca cuatro y te has dejado querer, Mario, que  así qué cómodo, que te crees que con un broche de dos reales o un detallito por mi santo ya está cumplido, y ni hablar, borrico, que me he hartado de decirte que no vivías en el mundo pero tú, que si quieres. Y eso, ¿sabes lo que es, Mario?  Egoísmo puro, para que te enteres, que ya sé que un catedrático de Instituto no es un millonario, ojalá, pero hay otras cosas, creo yo, que hoy en día nadie se conforma con un empleo. Ya, vas a decirme que tú tenías tus libros y “El Correo”, pero si yo te digo que tus libros y tu periodicucho no nos han dado más que disgustos, a ver si miento, no me vengas ahora, hijo, líos con la censura, líos con la gente y, en sustancia, dos pesetas.  Y no es que me pille de sorpresa, Mario, porque lo que yo digo, ¿quién iba a leer esas cosas tristes de gentes muertas de hambre que se revuelcan en el barro como puercos?. Vamos a ver, tú piensa con la cabeza, ¿quién iba a leer ese rollo de “El Castillo de Arena” donde no hablas más que de filosofías? Tú mucho con que si la tesis y el impacto y todas esas historias, pero ¿quieres decirme con qué se come eso? A la gente le importan un comino las tesis y los impactos, créeme, que a ti, querido, te echaron a perder los de la tertulia, el Aróstegui y el Moyano, ese de las barbas, que son unos inadaptados."

MIGUEL DELIBES: Cinco horas con Mario. Madrid, Destino, 1966



jueves, 18 de junio de 2015

POEMA DE MÍO CID

         Los cantares de gesta medievales conectan con el modelo de héroe tradicional, dechado de virtudes guerreras. El fragmento que ahora reproduzco nos ofrece la imagen de un Cid Campeador de elevadas cualidades humanas, que evita que los burgaleses padezcan el castigo por desobedecer al rey. Dejando de lado las sesudas implicaciones ideológicas de su gesto, la intervención de la infancia como símbolo de inocencia suprema es sobrecogedora:

CANTAR DEL DESTIERRO  ( v.v.  1-54)
         Le hubiesen convidado con agrado, pero ninguno se atrevía;
         tan grande era la saña que le había cobrado el rey Don Alfonso.
         Antes de anochecer en Burgos entró la carta del rey,
         con gran despacho y fuertemente sellada:
   
5 " A mío Cid Ruy Díaz que nadie le diese posada.
         y aquel que se la diese le daba palabra
         de que perdería los haberes, e incluso los ojos de la cara,
         y que además (perderían) los cuerpos y las almas".
         Gran pesar sentían las gentes cristianas;
   10 se escondían de mío Cid, pues no se atrevían a decirle nada.
            El Campeador se adelantó a su posada;
         tan pronto como llegó a la puerta, hallóla bien cerrada,
         por miedo del rey Alfonso que así lo había dispuesto:
         que si no la tiraban, que no se la abriese por nada.
   15 Los de mío Cid a altas voces llaman
         los de dentro no les querían devolver palabra.
         Aguijó mío Cid, a la puerta se llegaba,
         sacó el pie del estribo, una herida le daba (a la puerta);
         no se abre la puerta, pues estaba bien cerrada,
    20 Una niña de nueve años ante sus ojos se presenta:
         "Ya Campeador, en buena hora ceñiste la espada!
         El rey lo ha vedado, anoche entró su carta,
         con gran despacho y fuertemente sellada.
         No osamos  abriros ni a recogeros por nada;
  25   si no perderemos los haberes y las casas,
         y todavía más los ojos de la cara.
         Cid, en nuestro mal vos no ganáis nada;
         pero que el Creador os valga con todas sus virtudes santas".
         Ya lo ve el Cid que del rey no tenía gracia.
30     Se alejó de la puerta, por Burgos marchaba,
         llegó a Santa María, luego descabalgaba;
         hincó las rodillas, de corazón rogaba.
         Hecha la oración, después cabalgaba.

lunes, 15 de junio de 2015

EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO


Todos conocemos la faceta periodística y de novelista de Gabriel García Márquez, pero creo que nos ha legado extraordinarios cuentos.Este que ahora presento pertenece a la colección de "La increíble y  triste historia de la cándida Eréndida y su abuela desalmada" (1972, publicado por primera vez en 1968). En la primera lectura, déjate llevar, disfruta con la manera en que va enlazando lo que cuenta. El resultado parece fácil (discurso y léxico que nos enredan); pero el autor nos revela la esencia de su inconfundible estilo al enlazar palabras perfectamente seleccionadas. Lo dicho, disfrutemos con este "ahogado tan hermoso":


        Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

         Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

         No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

         Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

         No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
         —Tiene cara de llamarse Esteban.

         Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

         —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

         Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

         Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.


         Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

martes, 2 de junio de 2015

"MUJER CON ALCUZA"

   Este es un poema de Dámaso Alonso (poeta de la llamada Generación del 27) que publicó en 1944 en el poemario revelador, "Hijos de la ira". No me voy a detener en las sesudas interpretaciones de su contenido, ni en el motivo que llevó al poeta a escribirlo (podemos encontrar explicaciones en ediciones críticas o, de forma resumida,  en el enlace  Mujer con alcuza ). Quiero que lo leáis con tranquilidad, con una actitud casi religiosa, porque os hará temblar la piel. Quizás detrás de la soledad de la protagonista descubrirás perplejo que no estás solo.
(alcuza, en la imagen: url By Tamorlan (Own work) [CC BY-SA 3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons)
A Leopoldo Panero

¿Adónde va esa mujer,
arrastrándose por la acera,
ahora que ya es casi de noche,
con la alcuza en la mano?
 
Acercaos: no nos ve.
Yo no sé qué es más gris,
si el acero frío de sus ojos,
si el gris desvaído de ese chal
con el que se envuelve el cuello y la cabeza,
o si el paisaje desolado de su alma.

Va despacio, arrastrando los pies,
desgastando suela, desgastando losa,
pero llevada
por un terror
oscuro,
por una voluntad
de esquivar algo horrible.

Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes,
y tristes caballones,
de humana dimensión, de tierra removida,
de tierra
que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,
entre abismales pozos sombríos,
y turbias simas súbitas,
llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la desesperanza.

Oh sí, la conozco.
Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
en un tren muy largo;
ha viajado durante muchos días
y durante muchas noches:
unas veces nevaba y hacía mucho frío,
otras veces lucía el sol y sacudía el viento
arbustos juveniles
en los campos en donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas.

Y ella ha viajado y ha viajado,
mareada por el ruido de la conversación,
por el traqueteo de las ruedas
y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!:
noches y días,
días y noches,
noches y días,
días y noches,
y muchos, muchos días,
y muchas, muchas noches.

Pero el horrible tren ha ido parando
en tantas estaciones diferentes,
que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni los sitios,
ni las épocas.

Ella
recuerda sólo
que en todas hacía frío,
que en todas estaba oscuro,
y que al partir, al arrancar el tren
ha comprendido siempre
cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
ha sentido siempre
una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara de la mejilla,
como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas, blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo,
como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.
Pero las lúgubres estaciones se alejaban,
y ella se asomaba frenética a las ventanillas,
gritando y retorciéndose,
solo
para ver alejarse en la infinita llanura
eso, una solitaria estación,
un lugar
señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico
por una cruz
bajo las estrellas.

Y por fin se ha dormido,
sí, ha dormitado en la sombra,
arrullada por un fondo de lejanas conversaciones,
por gritos ahogados y empañadas risas,
como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,
sólo rasgadas de improviso
por lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche,
o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan las nalgas,
...aún mareada por el humo del tabaco.

Y ha viajado noches y días,
sí, muchos días,
y muchas noches.
Siempre parando en estaciones diferentes,
siempre con una ansia turbia, de bajar ella también, de quedarse ella también,
ay,
para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada,
para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.

...No ha sabido cómo.
Su sueño era cada vez más profundo,
iban cesando,
casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:
sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las sombras,
algún cuchillo como un limón agrio que pone amarilla un momento la noche.
Y luego nada.
Solo la velocidad,
solo el traqueteo de maderas y hierro
del tren,
solo el ruido del tren.

Y esta mujer se ha despertado en la noche,
y estaba sola,
y ha mirado a su alrededor,
y estaba sola,
y ha comenzado a correr por los pasillos del tren,
de un vagón a otro,
y estaba sola,
y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
a algún empleado,
a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
y estaba sola,
y ha gritado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado
quién conducía,
quién movía aquel horrible tren.
Y no le ha contestado nadie,
porque estaba sola,
porque estaba sola.
Y ha seguido días y días,
loca, frenética,
en el enorme tren vacío,
donde no va nadie,
que no conduce nadie.

...Y esa es la terrible,
la estúpida fuerza sin pupilas,
que aún hace que esa mujer
avance y avance por la acera,
desgastando la suela de sus viejos zapatones,
desgastando las losas,
entre zanjas abiertas a un lado y otro,
entre caballones de tierra,
de dos metros de longitud,
con ese tamaño preciso
de nuestra ternura de cuerpos humanos.
Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su alcuza),
abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como si caminara surcando un trigal en granazón,
sí, como si fuera surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces, o una nebulosa de cruces,
de cercanas cruces,
de cruces lejanas.

Ella,
en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
se inclina,
va curvada como un signo de interrogación,
con la espina dorsal arqueada
sobre el suelo.
 ¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera,
como si se asomara por la ventanilla
de un tren,
al ver alejarse la estación anónima
en que se debía haber quedado?
 ¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
sus recuerdos de tierra en putrefacción,
y se le tensan tirantes cables invisibles
desde sus tumbas diseminadas?
 ¿O es que como esos almendros
que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta,
conserva aún en el invierno el tierno vicio,
guarda aún el dulce álabe
de la cargazón y de la compañía,
en sus tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?


miércoles, 27 de mayo de 2015

REFLEXIONES FINALES: ¿QUÉ HE APRENDIDO?




He aprendido mucho. Pero esta respuesta me parece obvia y poco ilustrativa, así que voy a recordar algunas de las experiencias. Estas han pasado por los recursos y las actividades del curso, entre las que he de destacar como novedad mi participación en redes sociales de compañeros con inquietudes similares, ahí está la creación de un blog y de un perfil en facebook (pero también en Pinterest, en Symbaloo, en ISSUU, en Twitter…)

Facebook: https://www.facebook.com/?sk=nf

Blog: http://mislecturasuniversales.blogspot.com.es

Twitter: https://twitter.com/BIBLIOTECAIESIP

Los aspectos positivos de este MOOC han sido los relacionados con su condición de telemático, pero sobre todo quiero destacar que al convocar a todos las personas que quieran, he podido disfrutar con las aportaciones de compañeros de acá y allende los mares; pero también de todos los niveles educativos y de todas las materias. Ha sido maravilloso en este sentido.

Lo negativo: lo que siempre decimos, poco tiempo, mucho trabajo, coincide con una época de trabajo extra en los centros educativos. Pero, ya se sabe, es libre y hasta donde se haya llegado, siempre es bueno.

En el último sentido, convendría un traslado a otra época del año. Esto puede ser complicado, como todo lo referido al tiempo, por la amplitud de geolocalización del curso. Y respecto al trabajo, añadirle alguna semana que deje algún respiro.

Gracias por todo. A los compañeros del curso, por compartir tan generosamente, y a los profesores del curso, en especial a David Álvarez por su capacidad de generar motivación.